Que cualquier persona que
hiciere o fijare carteles, o dijere palabras escandalosas, de la cuales puede
causarse tumulto, o motín, muera por ello sin ser oído.
Que cualquier persona que
supiere quien haya escrito, o fijado carteles, o dicho palabras sediciosas, y
no lo manifestare luego al superior, incurra en la culpa del principal, y haya
la misma pena.
Esta
cita, correspondiente a la magnífica obra de Sancho de Londoño, Capitán y
Maestre de Campo de los tercios españoles del siglo XVI, nos recuerda algunos
de los usos y normas que por entonces se proponían para mantener la disciplina
en aquellas aguerridas unidades. Han pasado cinco siglos desde entonces y la
normativa al respecto ha evolucionado considerablemente; afortunadamente, bien
sea dicho. Sin embargo, el paso de los siglos no ha ocultado nunca la imperiosa
necesidad de castigar severamente las conductas indisciplinadas en tiempo de
guerra; nunca, hasta ahora.
Cuando
era alumno de la Escuela Naval Militar sufrí el cambio de “régimen
disciplinario” en mis carnes. Pasamos de los denominados “castigos físicos” por
las faltas más leves, a las privaciones de libertad. Desaparecieron los códigos
ad hoc para alumnos de las academias,
a la estricta observancia de la nueva ley disciplinaria (entonces la 12/85).
Muchos jóvenes militares, y otros no tanto, opinaban entonces: “nos estamos
amariconando”, válgame el comentario. Muchos alféreces, sargentos y capitanes
de los tercios de España opinaron probablemente lo mismo cuando se derogaron
normas como las que dan inicio a este artículo. La tendencia de suavizar,
humanizar y también racionalizar el castigo a las faltas de disciplina, dura ya
siglos en el mundo militar. Sin embargo, en estos últimos cambios legislativos hay
algo más que eso, algo que sintoniza
perfectamente con otros cambios de gran profundidad en el seno de las Fuerzas
Armadas españolas.
Tras
la promulgación de la ley 9/2011 de Derechos y Deberes de los militares, el legislador
ha continuado con el proceso de reforma de las normas que afectaban al
ejercicio de dichos derechos; es decir la ley disciplinaria (8/2014) y el
código penal militar (14/2015). En los nuevos textos apreciamos varios cambios,
pudiendo leer en las respectivas exposiciones de motivos sus causas.
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Ambas leyes reducen las penas de
los textos anteriores, en algunos casos de manera significativa. El argumento
para dicha reducción de sanciones o penas es una mayor armonización con las
Fuerzas Armadas de otros países de nuestro entorno.
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En ambos textos, pero
especialmente en la ley disciplinaria, se refuerzan las garantías al
sancionado: en el código penal se incluye la suspensión de la pena obligada en
determinados casos, y en la ley disciplinaria el procedimiento sancionador acaba
resultando insólito en el mundo militar. Por descender al mundo real podemos poner
un ejemplo práctico: El sargento que en el ejercicio de sus funciones descubre
a un soldado durmiendo en acto de servicio no podrá gritar y decirle dos días
de arresto. El cabo o sargento ya no puede arrestar al soldado por las faltas más
leves sino que debe reprenderle por escrito, o mejor solicitárselo al jefe de
la unidad si él no tiene potestad sancionadora. En todo caso, deberá informar al
sancionado que dispone de derecho a un abogado y que puede interponer un
recurso. ¿Se imaginan la situación?:“Muchacho le voy a decir al capitán que te
has quedado dormido para que te mande una nota indicándote que has hecho mal
tus deberes, tienes derecho a un abogado si no estás de acuerdo.”
La realidad es que las faltas más leves
se van a quedar sin sanción efectiva, lo que puede producir una relajación de la
disciplina y la aparición de conductas menos leves, afectando esto también a
los alumnos y a los reclutas.
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En el código penal, pero sobre
todo en la ley disciplinaria, se mezclan las penas privativas de libertad, los
tradicionales arrestos o privaciones de salida, con penas de índole económica
en una extraña combinación. Así como en el ámbito penal común las privaciones
de libertad siempre son penas más graves que las sanciones económicas, en el ámbito
disciplinario militar la cosa no ha sido vista de ese modo. Han sido muchos,
casi todos desde fuera de las Fuerzas Armadas todo hay que decirlo, quienes
abogaban por acabar con las penas de privaciones de libertad cuando se aplicaban
fuera de los procedimientos penales.
Parece que el legislador no se ha atrevido a eliminarlas, pero sí a limitarlas
a las penas más altas y a introducir en su lugar las económicas, quien sabe si
como paso previo a una sustitución definitiva de las unas por las otras. Una
vez más la equiparación con el mundo civil es el motor que mueve los cambios
legislativos en el ámbito castrense, con el argumento de adaptarse a la jurisprudencia
de los altos tribunales y de otros países de nuestro entorno.
Los militares, al contrario que los
civiles, consideraron el arresto como una sanción propia de su condición. Un
castigo menos severo que perder parte del sueldo, lo que castiga también a su
familia. El arresto cumplido en su domicilio o en la propia unidad no era un
castigo excesivo para profesionales acostumbrados a la propia dureza de su
trabajo y a estar separado de sus seres queridos.
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El código penal militar reduce
notablemente su contenido para seguir convirtiéndose (el anterior también lo
era) en una disposición especial del código penal común aplicable a unos
supuestos cada vez más reducidos. Además se recogen nuevos tipos penales procedentes del ámbito civil, como los delitos contra la libertad sexual o la dignidad personal cuando tienen
lugar en el ámbito militar. La inclusión de estos tipos sirve para evitar una
sensación de impunidad cuando tales se producen. La realidad es que los
maltratos en las Fuerzas Armadas englobaban todas estas conductas dentro de la
figura del abuso de autoridad y se contemplaban penas iguales a los tipos
actuales.
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Desaparece cualquier mención a la
guerra, situación en la que tradicionalmente se agravaban todas las conductas y
se elevaban las penas, y de la que solo se conserva el concepto de conflicto
armado para agravar algunos tipos delictivos. La negación de la guerra sigue
siendo algo obsesivo en los legisladores de la última década, hasta el punto de
hacerla desaparecer de todos los textos, desde la ley de Defensa Nacional de
2005 a las nuevas ordenanzas aprobadas en 2009, tocándole ahora a las leyes
disciplinaria y penal. Ya solo queda la Constitución, de la que con toda
seguridad desaparecerá dicha mención si nuestros mandatarios se deciden algún
día a reformar nuestro texto de mayor rango.
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La desaparición de la guerra “por
Real Decreto” implica la inaplicación en todo caso de la pena de muerte, ya eliminada
hace años del anterior código, pero reservada en la Constitución para los
delitos más graves en esta situación “desaparecida legalmente”.
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Reaparecen algunos supuestos de
operaciones en el exterior o de paz, como ya se hizo en las nuevas Ordenanzas,
si bien salvo para aspectos muy concretos, no aportan ningún cambio sustancial
en la aplicación práctica de la ley.
En
conclusión, sin querer entrar a profundizar en los muchos aspectos técnicos de
ambas leyes, lo que se desprende fácilmente de los cambios es que la llamada
modernización de las Fuerzas Armadas, que dura ya varias décadas, pero que ha
sufrido un gran impulso desde el gobierno del presidente Zapatero, continúa
hacia adelante sin demasiado ruido, entre los aplausos
del mundo civil y el silencio casi obligado de los propios militares.
Recordemos,
que primero la ley de Defensa Nacional eliminó la guerra como situación
siquiera hipotética y dejó sin definir los cometidos tradicionales de las Fuerzas Armadas , más allá de repetir el artículo 8 de la Constitución; mientras que
ampliaba y desarrollaba sus cometidos en defensa civil, lucha contra las
catástrofes y misiones de paz en el Exterior, resaltando eso sí, que sean en
virtud o acordes a los mandatos de las Naciones Unidas.
Recordemos
que la ley de Carrera Militar dejó la antigüedad convertida en antigualla y a
los militares de carrera en funcionarios armados de carrera y que las nuevas Ordenanzas
redujeron notablemente los códigos de conducta del militar, eliminaron también
la guerra, y ampliaron las conductas en misiones de paz y de colaboración con la
población civil.
Recordemos
que la ley de Derechos y Deberes de los militares, aunque en la práctica
supuso una reducción de sus derechos,
los proclamó ciudadanos comunes, y que las leyes disciplinaria y penal los
terminan de despojar de otras herramientas que los separan del mundo civil.
Se
aprecia, por un lado, una filosofía de cambio, introduciendo definiciones y
aspectos nuevos, como las misiones de paz o las declaraciones de Derechos de la
ley 9/2011,que aunque su relevancia práctica sea escasa o incluso contraria a
dicha filosofía, marcan el camino a seguir. Y por otro lado verdaderos cambios,
como el cambio de tipos y sanciones en las leyes disciplinaria y penal o la
desaparición de la guerra en todos los ámbitos y su sustitución por el de conflicto
armado, así como el notable adelgazamiento de las ordenanzas en sus aspectos
más tradicionales de deber y honor militar o la desaparición de diferencias en
este sentido según el grado jerárquico. Este doble cambio indica, en mi opinión,
que aún estamos en fase de transición.
El
llamado proceso de modernización de las Fuerzas Armadas no es otro que la
desmilitarización de las mismas para “civilizarse”. La conversión de los
militares en unos funcionarios más, eso sí portando armas, pero cada vez menos
diferentes de los civiles, con cometidos nuevos más parecidos a los de una
fuerza policial, un cuerpo de sanidad o uno de bomberos, es la parte principal
del proceso. El proceso no ha sido controvertido en el terreno de la política;
todos los gobiernos han seguido la misma senda de reforma, casi sin matices.
También ha sido pacífico mantener la misma restricción de derechos que existía
desde la transición, pues resulta cómodo para los dirigentes políticos un
cuerpo policial, de emergencias o de acción exterior donde los funcionarios no
pueden hacer reivindicaciones colectivamente, no tienen margen a la libertad de
expresión pese a los reconocimientos de los altos tribunales, obtienen
disponibilidad plena a cualquier hora y día, y resultan muy baratos de
movilizar. Pero cuando el proceso culmine y los valores militares terminen de
disolverse totalmente en este cuerpo de funcionarios armados, no será posible
tampoco mantener estas restricciones, ni tampoco se mantendrá la eficacia y la
profesionalidad de sus componentes.
Por
supuesto ello implica hacer desaparecer el combate entre sus misiones,
sutilmente, pero de una manera clara y evidente, primero evitando usar la
fuerza incluso en peligrosas misiones en el Exterior, y segundo haciendo
desaparecer cualquier mención a la guerra en cualquier texto legal. Si la
guerra no existe, los Ejércitos no tienen razón de ser salvo, claro está, que
se conviertan en otra cosa. O a la inversa: si a los Ejércitos se les priva de
sus valores más básicos dejarán de ser útiles para la guerra pero tal vez no
para otros cometidos. Y en eso estamos, aunque sigamos adquiriendo material
bélico de primer nivel, para mayor progreso y prosperidad de la industria
española de Defensa, puntal de nuestro I+D+I y elemento estratégico de la
economía y la capacidad industrial de España.