Supongamos
que un grupo de amigos desea emprender un viaje aventura por el desierto y
carecen de información suficiente sobre el territorio por el que van a
transitar. Dicho grupo se reúne con los datos y planos de que disponen y uno de ellos propone un determinado
itinerario. A algunos les parece bien, pero otros proponen otro diferente. Al
no ponerse de acuerdo entre todos lo someten a votación y la mayoría opta por
la primera propuesta. La propuesta elegida, por ser la más votada, será la que
se vaya a realizar, pero eso no implica que sea la mejor de las dos. Si durante
el viaje son secuestrados por haberse adentrado en una peligrosa zona, se
quedan sin agua o no encuentran las poblaciones que presuntamente iban a
aparecer en su recorrido será probablemente porque no prepararon el viaje
correctamente y eligieron mal el recorrido. Y a lo mejor la otra propuesta, la
rechazada en la votación, les hubiese ahorrado todos esos problemas.
Este
pequeño ejemplo me sirve para explicar que, contrariamente a lo que mucha gente
piensa en España, tener la mayoría no significa en absoluto estar en lo cierto.
Y como a veces escuchamos la falacia de que “en democracia el pueblo siempre
acierta” conviene alertar del gran riesgo que supone creérsela. Confundir la legitimidad de la mayoría para
elegir quien les gobierna con la certeza de que la elección será acertada es
exactamente confundir democracia con populismo. Y como vamos a ver, en España
es una falsa tesis muy extendida.
La
democracia surgió fundamentalmente como alternativa al poder absoluto y a los
abusos del mismo. La democracia impuso un sistema de elección del gobernante en
lugar de la legitimidad de la sangre o la de la fuerza, pero también al mismo
tiempo, surgió como un mecanismo de protección de los ciudadanos frente a los
abusos del poder. Y por eso paralelamente al mecanismo de las elecciones libres
surge el reconocimiento a los derechos fundamentales y su salvaguarda. Y esa
obligada protección de los derechos, no es solo de las mayorías sino de todos y
de cada uno de los seres humanos individualmente. Como mecanismos de garantía
de los Derechos Humanos está la lex
suprema o Constitución y dentro de ella la división de poderes, la supremacía
de las leyes (sobre todo sobre los gobernantes) y la propia independencia de
los órganos judiciales, así como de otras instituciones esenciales para el
desarrollo de la vida política en democracia.
Bajo
la tesis de que la mayoría tiene la razón por el mero hecho de serlo y que su
criterio se impone sobre todo lo demás, bajo la idea de que es el pueblo quien
se autogobierna, surge el populismo, que pasa por encima del respeto a las
leyes, de la independencia de los órganos judiciales, del ejercicio real y sin
coacciones de la libertad de expresión, de la existencia misma de los partidos
políticos como expresión de la pluralidad etc. Y no digamos ya de los
dictámenes de carácter técnico de los expertos en determinadas materias. La
preparación profesional y la experiencia vale de muy poco frente a la
infalibilidad de la voluntad popular. La democracia real consiste, para los
populistas, en un mandato del pueblo que sustituye la Constitución por una voluntad
presuntamente mayoritaria de imponer la verdad de dicha mayoría. Esa voluntad, que
se manifiesta por encima de las leyes sin respetar otros idearios políticos
aunque sean minoritarios, que corrompe la neutralidad de las instituciones para
que remen en el sentido de la “presunta mayoría” es, en conclusión, la
sustitución de las instituciones democráticas por el pensamiento único,
amparándose, eso sí, en que es la voluntad real del pueblo. En estos tiempos en
que la corrupción y la deslealtad de los gobernantes amenaza la democracia, en
lugar de pedir la regeneración del sistema reforzando precisamente los pilares
antes citados, algunos quieren imponer la “sustitución” de esos pilares por una
aparente voluntad popular suprema.
La
denominada sustitución de la democracia representativa por la democracia directa
(mal llamada real) degenera en el poder absoluto de quien dirige el proceso, porque
al final, por lo complicado que resulta la realidad de gobernar, el poder acaba
recayendo siempre en un líder con sus propias ideas y proyectos que se
convierte en incontestable. El denominado populismo termina convergiendo
siempre en perdida de libertades, en falta de respeto a las minorías y en
movimientos totalitarios, amparados siempre en procesos electorales
perfectamente dirigidos y concebidos desde el pensamiento único.
El
gran error del populismo es pensar que la democracia son solamente elecciones, y
en este sentido conviene recordar que tanto el fascismo como el comunismo
fueron movimientos de masas, con un elevado apoyo popular, que de una u otra
forma se legitimaban en ser la verdadera voz del pueblo. Hitler alcanzó el
poder ganando unas elecciones, Mussolini liderando una masiva marcha popular y
el comunismo, aunque implantándose por la fuerza, siempre se apoyó en los
pequeños comités populares y democráticos (soviets) que votaban las decisiones
a tomar siempre dentro del partido único. La democracia “real” puede ser la
menos democrática de todas y no en vano todas las repúblicas socialistas soviéticas
se denominaban “democráticas”.
Hecha
esta aclaración, sitúese el lector en la España actual donde se venden
insurrecciones y sediciones como hechos democráticos en virtud de un inventado
“derecho a decidir” o se justifican atentados contra la libertad de las
personas, la propiedad privada y las instituciones amparándose en la ideología
(la fe verdadera) de quienes los promueven. Siempre son dos las ideas que
avalan lo supuestamente democrático de esos actos criminales: la infalibilidad
de la voluntad popular y el poder absoluto de las presuntas mayorías. Por
supuesto ese pensamiento presuntamente mayoritario es voluble, pero cuando
desaparecen las libertades se hace único.
Centrándonos
ahora en la Defensa, vemos como el pensamiento único está perfectamente
instalado desde hace más tiempo que en ningún otro ámbito de la política.
Sabemos por las encuestas que entre los españoles está muy arraigado el
pensamiento pacifista, entendiendo como tal el rechazo al uso de la fuerza
militar en casi cualquier circunstancia. Si a eso añadimos la crisis de
identidad nacional en diversos territorios de España, los complejos de defender
dicha identidad por parte de la clase política y la incoherencia entre el
discurso político de rechazo a la supremacía de Estados Unidos en el mundo y la práctica de convertir a ese
país en nuestro más importante aliado, hace que la política de Seguridad y
Defensa sea muy difícil de defender ante la opinión pública. En este contexto
la clase política en lugar de liderar pedagógicamente un proceso de debate
público sobre la política que en materia de Seguridad y Defensa conviene a
España, ha optado por un discurso populista de vender las misiones de las
Fuerzas Armadas como estrictamente de paz o humanitarias y tratar de ocultar
las decisiones que en este sentido no sean populares.
Hace
unos meses la alcaldesa de Jerez confesaba en una entrevista al diario EL MUNDO
que durante su etapa de diputada en el Congreso, donde le asignaron la comisión
de Defensa, llegó sin tener ni idea y todo lo que escuchaba en las primeras
sesiones le sonaba a chino. Después, afirmaba, me puse a estudiar en verano, y
llegué perfectamente puesta al día. Supongo que el verano de la diputada Mamen
Sánchez fue como el par de tardes que el expresidente Zapatero pasó con Jordi
Sevilla para aprender de economía.
Pero
lo realmente importante de la confesión de la ex diputada no es su contenido,
sino su contexto. El hecho relevante es que la confesión se hizo sin ningún
rubor porque probablemente fuera percibida con total normalidad entre sus
señorías. No tener ni idea de Defensa en la comisión de Defensa es normal y
carece de importancia. La realidad, es que salvo excepciones muy contadas, los
diputados de dicha comisión carecían casi totalmente de formación en esta materia
y por supuesto de experiencia, no cuando estaba Mamen Sánchez, sino siempre
desde hace mucho tiempo. Y como ya hemos visto cuando la formación o el
criterio profesional no tiene importancia, la justificación es el populismo:
los diputados representan a la sociedad en su conjunto, es decir al interés
general, o sea a la mayoría y por tanto están en posesión de la verdad
absoluta.
Mientras,
todas las iniciativas para reformar las Fuerzas Armadas han implicado una
desmilitarización progresiva en favor del pensamiento pacifista presuntamente
mayoritario, de la debilitada identidad nacional y de la desvinculación de los
militares con cualquier atisbo de patriotismo, a menos que esté se ubique lejos
del territorio nacional. Se han ido elaborando leyes para que progresivamente
los militares se parezcan cada vez más a esa sociedad a la que supuestamente no
le interesa ni la patria ni la Defensa, y para ello es necesario convertirles
en funcionarios armados: policías, bomberos o profesionales de la sanidad y del
transporte. Una ONG armada al servicio del gobierno de turno. La finalidad del
proceso no es alcanzar las Fuerzas Armadas que España necesita para su mejor
Defensa, sino conseguir que las Fuerzas Armadas sean al gusto de la voluntad
popular. Y en eso estamos desde hace tiempo.