En
el plazo de uno o dos años, se habrá completado el repliegue de las tropas
españolas de Afganistán, dependiendo de si finalmente se adelanta o no el
calendario de retirada. Mientras, en el Líbano, el contingente se reduce a la
mitad, paso previo a una retirada completa que podría producirse al mismo tiempo,
o poco después, que el de Afganistán. Las misiones en Bosnia y Kosovo finalizaron,
al igual que las de Haití, Libia e Irak, por mencionar las más importantes de
la última década. Todo parece indicar que, en un plazo más o menos corto, la
presencia militar de España en el exterior se habrá reducido notablemente,
quedando limitada a algunos observadores y a la operación Atalanta de la Unión
Europea; misión ésta estrictamente naval, al menos de momento y que, de no
ampliarse en sus objetivos, corre el riesgo de eternizarse o finalizar dejando
las cosas como estaban antes de su inicio.
Esta
situación de disminución notable de la presencia militar española en el exterior
cierra una etapa en la que precisamente dicha presencia ha alcanzado sus
máximos históricos. El cambio va a afectar especialmente al Ejército de Tierra
que va a dejar de estar desplegado de una manera tan notable en territorios tan
alejados del suelo patrio. Detrás de este nuevo panorama hay un trasfondo
estratégico importante que viene de más allá de nuestras fronteras, pero
también uno de índole económico que todos conocemos y que también excede
notablemente del ámbito nacional.
Las
denominadas misiones de paz, tan de moda al principio del final de la guerra
fría, están empezando a vivir su etapa más amarga. Remontándonos a los años
noventa, cuando se derrumbaba el
socialismo y el telón de acero, el mundo vivió un sueño idílico en que la
desaparición de los bloques traería una etapa unipolar en la que las Naciones
Unidas lideradas por Estados Unidos, ejercerían de árbitro y supremo
pacificador del planeta. Un sueño, que llegó a calar en el mundo occidental,
especialmente y sobre todo en los Estados Unidos, donde fue expresado de una
manera excepcional por Fukuyama en su
obra “El final de la historia”. En esa época se llegó a creer que el Consejo de
Seguridad, liderado por la única superpotencia, sería capaz de ejercer como
pacificador supremo y que las demás potencias le seguirían y su apoyarían. Un
sueño que incluía una globalización mundial en torno a los valores de la
democracia y los Derechos Humanos que todos irían haciendo suyos bajo la atenta
mirada de la ONU. Este sueño se llegó a apoyar en algunos hechos como la
reacción unánime del Consejo de Seguridad a la invasión iraquí de Kuwait,
reacción que acabó propiciando la posterior liberación del emirato de manos de
un Ejército universal liderado por Estados Unidos, pero integrado por todos los
países occidentales y algunos árabes. El sueño, sin embargo, se fue haciendo
cada vez más utópico, cuando Rusia, despertando de su fuerte crisis interna, y
China ,que sólo se “globalizaba” en el terreno económico, empezaron a
convertirse en antagónicos del imperio norteamericano.
El 11 de septiembre de 2001 demostró al mundo
que el sueño de Fukuyama podía ser también una pesadilla pero, con los años de
guerra en Irak o en Afganistán, lo que ha ido quedando patente es que el coste
de ejercer de líder supremo y pacificador del planeta por la fuerza no puede
ser ejercido por los Estados Unidos en solitario y que ejercerlo tiene un alto coste en vidas y
en dinero que la población de aquel país no está dispuesta a asumir. Por otro
lado, la política exterior de Bush hijo, que empezó apostando por el no intervencionismo, y que tras el 11S
desembocó en un intervencionismo unilateral,
ha supuesto una enorme pérdida de legitimidad de Estados Unidos. En
términos generales, las potencias hacen su política en función de sus intereses
y sólo rara vez en base a principios éticos universales, y siempre que no
contradigan a los anteriores. El antagonismo entre Estados Unidos y otras
potencias emergentes deja claro hasta qué punto esto va a impedir la
realización de este tipo de misiones donde podrían hacer falta, como por
ejemplo en Siria. Las misiones de paz han tenido éxito en algunos lugares y en
otros han fracasado, pero siempre se han llevado a cabo motivadas por razones
de tipo coyuntural y/o de oportunismo político sin que se pueda defender su
universalismo como forma de resolver los conflictos.
Desde la llegada
de Obama a la Casa Blanca, Estados Unidos ha ido reconduciendo la agresiva
política exterior de su antecesor en la guerra total contra el terrorismo hacia
un aislamiento cada vez mayor, renunciando a gran parte de su influencia en el
mundo, o al menos a la que se realiza desde el hardpower o poder duro. En ese contexto Estados Unidos ha
abandonado Irak y pronto hará lo mismo en Afganistán, y ha renunciado a asumir
el protagonismo de la misión de la OTAN en Libia o a tomar ninguna decisión al
margen del Consejo de Seguridad de la ONU en todos los turbulentos conflictos
de la primavera árabe. Organismo éste, por cierto, cada vez más bloqueado e
inútil, recordando en ese sentido a los tiempos peores de la guerra fría. La
violencia y complejidad de muchos de los conflictos actuales hace que se
requieran muy grandes contingentes militares para que una misión de paz tenga
éxito con un coste de bajas asumible, y
ello no será posible sin la participación de Estados Unidos.
Al mismo tiempo
que Irak y Afganistán han supuesto un desgaste enorme en la estrategia
intervencionista de Estados Unidos, también han sacado la luz la debilidad de
la unidad europea en materia de seguridad y Defensa y las propias carencias de
la OTAN, ya no sólo como organización política sino como órgano de mando y dirección
en operaciones militares. Carencias que ya se pusieron de manifiesto en la
guerra de Kosovo, y de nuevo en Libia y que han dejado a la OTAN en una
situación de indefinición y crisis eterna desde el final de la guerra fría, de
la que no parece encontrar fácil salida a pesar de que todos los dirigentes de
los países miembros siguen considerándola una alianza básica para la defensa de
los principios y valores de las naciones que la componen.Probablemente el
futuro de la OTAN sea el de una organización cada vez más política y menos
militar, que siga existiendo como medio de disuasión gracias al artículo 5 y
como foro de diálogo y discusión, pero cada vez más inoperante en el campo de
batalla de los conflictos actuales.
A este cambio en
el escenario geopolítico internacional hay que añadir la actual crisis
económica mundial, pero que afecta sobre todo a los países occidentales. Tanto
Estados Unidos como las naciones europeas se están viendo obligados a reducir
su gasto militar y ello dificulta especialmente la realización de las misiones
como ha quedado patente en el conflicto libio.
En este contexto
las misiones militares pueden ir desapareciendo, y gran parte de ellas, no lo
olvidemos son el marco de actuación de las Fuerzas Armadas españolas. Pero si este
es el escenario que ya se nos está viniendo encima ¿Qué efectos va a tener en
nuestras Fuerzas Armadas?
Es
indudable que España necesita recortar su gasto público y las Fuerzas Armadas
no son una excepción, como tampoco lo son las misiones internacionales que
éstas desempeñan y que suponen un coste notable aunque también, y
paradójicamente un ingreso extra para el mantenimiento del gasto militar. Las
misiones en el Exterior, amparadas por la ONU u otras organizaciones
internacionales, son costeadas en gran parte por dichas organizaciones y ese
dinero repercute en el alistamiento de las fuerzas militares y su
mantenimiento. Algunas naciones, de no muy poderoso potencial militar, ceden
continuamente a la ONU contingentes de soldados que la Organización financia y
ayuda a mantener. Para potencias militares medias o grandes entre las que
podríamos incluir a España,por su nivel tecnológico y su grado de
profesionalización más que por el tamaño de su contingente, la financiación de
dichas organizaciones no resulta suficiente pero sí una ayuda. Además las
misiones internacionales permiten al Gobierno aprobar créditos extraordinarios
no incluidos ni contabilizados en el presupuesto de Defensa, que al final
suponen también una financiación extra. La desaparición de estas misiones
traerá como consecuencia la disminución de ingresos para el mantenimiento de
las Fuerzas Armadas, aunque reduzca el gasto que estas supongan. Como las
misiones en sí, son una forma de adiestrarse y prepararse, las Fuerzas Armadas
perderán capacidad de adiestramiento y recursos para el alistamiento. Esta es
una primera consecuencia.
Por
otro lado, las misiones suponen un acicate moral y profesional para los militares que participan en ellas. La
satisfacción profesional que los militares de todos los empleos sienten en la realización
de estas misiones es un elemento básico para mantener alta la moral, lejos de
la rutina de los adiestramientos en suelo nacional. Además, gran parte del
personal militar sobrevive económicamente a los problemas que la movilidad
geográfica supone (dificultades de los cónyuges para trabajar, perdida de
centro escolar de los hijos, alejamiento
del apoyo familiar etc) con los ingresos extra de estas misiones. Su pérdida
hará que los militares sean más pobres pero sobre todo más reticentes y
resistentes a los traslados, dado el escaso apoyo que la institución aporta
para estos problemas. De manera indirecta, esto también puede tener
consecuencias en la operatividad.
Las
misiones en el exterior son también la bandera de todas las campañas de
publicidad de las Fuerzas Armadas y que están detrás de la buena imagen de
éstas ante la sociedad. Su desaparición distanciará a las Fuerzas Armadas de la
sociedad en un momento complicado en el que todo lo que no se vea como
necesario va a ser cuestionado de inmediato. Para evitar esta situación, es muy
posible que se le asignen a las Fuerzas Armadas misiones estrictamente civiles
como las que ya realiza, con solvencia notable por cierto, la Unidad Militar de
Emergencias. Esto, sin embargo, puede acentuar la progresiva “desmilitarización”
de los ejércitos.
La
progresiva desaparición de las misiones en el exterior puede traer varias
consecuencias para las Fuerzas Armadas y seguramente ninguna de ellas es
positiva: menos alistamiento, menos preparación, menos recursos económicos,
menos motivación del personal militar y una desmilitarización de las misiones
de la institución que podría incrementarse.
El
panorama descrito es una tendencia que observamos hoy y que nos puede orientar
hacia un futuro, aunque éste siempre es, desde luego incierto. Puede haber
hechos, como la caída del muro o el atentado de las torres gemelas de Nueva
York, que destrocen cualquier previsión que hagamos. En todo caso, debemos
estar preparados para la que se nos avecina aunque no podamos prevenirlo todo.
Publicado
en Atenea nº 42, diciembre 2012.
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