viernes, 2 de octubre de 2015

LA LEY DE CARRERA (39/2007) A EXAMEN SEIS AÑOS DESPUÉS: FRUSTRACIÓN Y RESIGNACIÓN




El pasado mes de abril se constituyó en el Congreso de los diputados una subcomisión de Defensa para reformar la ley de carrera militar, tan controvertida desde su aprobación. La reforma de la ley venía obligada por la disposición final duodécima de la ley derechos y deberes 09/2011 de los miembros de las Fuerzas Armadas. Esta disposición fue introducida en el texto de la ley por los grupos de la oposición al entonces Gobierno de Rodríguez Zapatero, y fue consecuencia de las reacciones que se produjeron a los primeros efectos de aplicar la ley de carrera. Los miles de recursos administrativos que colapsaron los propios servicios jurídicos del Ministerio de Defensa y los miles, también, de recursos en el contencioso finalmente lograron llevar la ley al Tribunal Constitucional y forzaron también su vuelta al Parlamento, especialmente de la mano de la diputada popular Rodríguez Salmones que pidió a la entonces ministra Carme Chacón que atendiera al grave daño que la normativa estaba causando en la moral de las Fuerzas Armadas. La diputada pese a que su partido no votó en contra de la ley, se mostró muy combativa contra la misma… mientras el PP estuvo en la oposición
Muchas cosas han cambiado desde entonces. El Gobierno no parece mostrar ningún interés en cambiar la norma. El Ministerio de Defensa ha abandonado todos los estudios que se estaban haciendo para tratar de reparar los daños causados y el PSOE en la oposición no tiene motivos para enmendar una ley que nunca quiso cambiar. El Tribunal Constitucional sigue sin pronunciar sentencia sobre el asunto, y dado que en su día rechazó una suspensión cautelar de la ley, ahora reparar los daños causados después de tanto tiempo de aplicación provocaría serios problemas de gestión a la Administración del Ministerio y crearía nuevas injusticias. Teniendo en cuenta el historial del Tribunal Constitucional, cuyas sentencias a menudo se entienden mejor desde una perspectiva puramente política que desde argumentaciones puramente jurídicas, cabe pensar, que cuando por fin se dicte sentencia, nada va a cambiar en la ley de carrera. Y también cabe hacer la reflexión de que cuando la justicia llega tarde, ya no es justicia si no puede reparar las lesiones producidas.
¿Cómo se está viviendo esta situación entre los profesionales de las Fuerzas Armadas? Casi nadie confía ya en que el futuro vaya a cambiar; salvo que lo haga a peor. Lo que en su día supuso un hito: la movilización masiva, a pesar de las muchas limitaciones que tienen los militares para defender sus derechos, contra una norma que perjudicaba tanto a la propia institución como a los intereses de sus miembros, hoy se ha convertido en absoluta resignación.
Dada la habitual opacidad de los asuntos militares y el escaso conocimiento que de ellos tiene la sociedad civil, conviene recordar y sobre todo explicar, porque la ley de carrera ha sido y es una norma nefasta para la moral, disciplina y eficacia de las Fuerzas Armadas, un auténtico torpedo en la línea de flotación de los Ejércitos de España.
Recordemos que la ley 39/2007 introdujo tres aspectos novedosos en la regulación del régimen de carrera militar: el cambio de las academias militares por centros universitarios asociados, el régimen de los ascensos, donde desaparece la antigüedad y se limita la carrera militar; y la unificación de escalas de oficiales. Los tres cambios son enormemente revolucionarios, los tres muy controvertidos y los tres se han aplicado de manera brusca sin transición real alguna.
El primero de los tres, la mutación de las academias militares de oficiales, responde al deseo de homologar la carrera militar con una formación universitaria e integrarla en el sistema europeo de Bolonia. Para ello se elimina la oposición para el ingreso, haciéndose exclusivamente en base al expediente académico y la selectividad, y se proporciona al alumno un título universitario, además de su formación como oficial, al finalizar su trayectoria.  Pero lo previsto es que no todos los alumnos salgan oficiales, solo algunos, otros regresarán a la vida civil con un título universitario, eso sí pagado por el Estado. Este sistema tiene varias implicaciones: al desaparecer la oposición se restringe también la vocación, ya que la preparación para ser oficial es la misma que para cualquier otra carrera. Además, al meter más alumnos que futuros oficiales, el sistema sale muy caro para la Administración. Y en otro sentido se priva de gran parte de su formación militar al futuro oficial ya que debe dedicar gran parte de su tiempo a cursar estudios para obtener la titulación civil.
Sigue sin estar claro si es posible que, dedicando el mismo tiempo a estudiar dos carreras que a una sola,  el alumno sea capaz de sacar las dos con solvencia. Pero quizá lo peor es que la carrera del oficial, como también ha venido pasando con la del suboficial, cada vez responde más a intentos de asemejarse a estudios civiles que de aprender lo que realmente necesita saber para ejercer su profesión. Y es que el sistema actual responde al impulso de estos últimos años de desmilitarizar cada vez más las Fuerzas Armadas. Contrasta este hecho con su alta valoración entre la sociedad, basada sobre todo en su profesionalidad.
En todo caso éste es el aspecto de la ley que menos ha minado la moral de los militares porque al fin y al cabo, y pese al rechazo que genera, este modelo se ejerce sobre personas nuevas en la profesión que nunca han conocido el sistema anterior, y solo afectará, y de manera indirecta, a los demás militares dentro de bastantes años.
El segundo y el tercer aspecto de la ley están intrínsecamente relacionados. Antes de la aprobación de la ley había dos escalas de oficiales: una, la superior, destinada a crear mandos superiores: jefes de unidad, generales y almirantes; y otra, la media, destinada a crear mandos intermedios con mayor permanencia en estos empleos para suplir la insuficiencia de la escala superior para cubrirlos. Esta insuficiencia se debía a la poca permanencia de los oficiales de la escala superior en estos empleos, ya que era un paso previo para asumir mayores responsabilidades, y también a su escaso número ya que todos ascendían hasta Coronel/Capitán de Navío  y lógicamente los Ejércitos necesitaban más tenientes y capitanes que coroneles. Comparando las escalas con las titulaciones civiles, escala superior equivalía a una licenciatura y escala media a una diplomatura, pero con muchas salvedades, propias de una institución muy particular, como es la militar. Y es precisamente el desconocimiento de la particularidad de la profesión militar lo que ha provocado que la nueva ley resulte desastrosa, al haberse entrado en la institución como un toro en una cristalería.
Pero volvamos a las escalas. La escala media se nutría en origen de promoción interna, suboficiales que a través de cursos de formación de dos años, y tras concurso oposición, pasaban a la nueva escala. Después se incorporaron oficiales de acceso directo, tras tres años de formación en academia militar. Aquí se produjo la primera degradación del sistema, ya que se trataba de la misma manera a oficiales con mucha experiencia y cierta edad con otros recién llegados mucho más jóvenes. Por otro lado el objetivo de la escala media, cubrir los mandos intermedios con oficiales experimentados, se cumplía solo a medias,  pues los oficiales de acceso directo eran una escala superior con menor formación pero idéntico origen. Aquí se creó la semilla para argumentar una futura discriminación de la escala media, aunque en tal caso hubiese sido una discriminación por oposición puesto que los oficiales de escala media eran aquellos que no lograban acceder a la superior.
La nueva ley 39/2007 introdujo dos cambios revolucionarios: elimina la escala media, fusionando las dos y prácticamente elimina el sistema de ascensos por antigüedad, tradicional en los ejércitos desde sus orígenes. La primera medida fue desacertada sobre todo por la forma, la segunda catastrófica por su propio fondo, ya que minaba la base más elemental de la disciplina militar.
Unificar las dos escalas era una opción, aunque no obligada del legislador. Las escalas auxiliares existen en muchas Fuerzas Armadas de otras naciones y no necesariamente funcionan mal, otra cosa es que estuviesen bien definidas o fuesen mejorables. Se argumentaba que para cumplir el modelo universitario de Bolonia, las diplomaturas desaparecían y en consonancia la escala media también. Una vez más la obsesión por asemejarse a modelos civiles, ajenos a la institución militar, dejaba de lado los criterios de eficacia y operatividad de las Fuerzas Armadas, que no tenían ninguna obligación de ajustarse al modelo de Bolonia.
También se argumentaba que se acababa con la discriminación entre escalas, aunque en realidad  no puede confundirse discriminación con diferencias de cometidos y responsabilidades en base a dos modelos de carrera diferentes. En todo caso, las diferencias entre los oficiales de las distintas escalas nunca han sido más controvertidas que desde que se aprobó la ley 39/2007.
Pero lo peor no fue unificar las escalas, sino la forma en que se hizo. Se podían haber declarado ambas escalas a extinguir, e ir introduciendo desde abajo los cambios, como se ha hecho, por cierto, con los planes de estudios universitarios de Bolonia, pero había prisa por aplicar el estropicio y…: al fin y al cabo los militares no iban a manifestarse, ni a romper farolas, ni tampoco a declararse en huelga.
Así que se decidió suprimir de un plumazo las dos escalas y obligar a la escala superior a convertirse en la nueva escala de oficiales, mientras que a la escala media se le daba a elegir entre quedarse a extinguir en la antigua o integrarse en la nueva escala, haciendo un curso de seis meses a distancia y otros seis presenciales para dar apariencia de igualar la formación entre ambas. Un curso poco consistente en el que apenas se aprende y nunca se suspende, y que ha sido uno de los argumentos de la Audiencia nacional para elevar recurso al Constitucional. El otro argumento fue la discriminación que suponía obligar a la escala superior a integrarse, mientras que a la escala media se le permitía elegir, lo que aunque el legislador no reconocía, suponía en la práctica la integración de la escala media en la superior aunque por un camino mucho más corto que antes de la ley. Por que conviene recordar, que antes de que se aprobara la ley 39/2007 los oficiales de la escala media podían optar a integrarse en la escala superior optando a plazas de promoción interna, siempre y cuando superasen un curso de dos años de formación presencial en academias de oficiales.
La integración además implicaba un solo escalafón y este fue el asunto, más polémico. Oficiales procedentes de la escala media, valiéndose exclusivamente de su fecha de ascenso  al último empleo en la anterior escala, se integraban en un escalafón junto a compañeros de la superior sin tener en cuenta ni su trayectoria, ni su formación profesional con tan solo un curso “de la señorita Pepis”.
Pero el nuevo escalafón no era como el anterior, y aquí enlazamos con el otro aspecto novedoso de la ley. Los ascensos por antigüedad desaparecían salvo en el primer empleo, y se imponían los de clasificación y elección lo que traducido a la realidad implica que la carrera del oficial de la antigua escala superior, que antes invariablemente transcurría de teniente/álferez de navío a coronel/capitán de navío podía quedarse limitada a tres, dos o incluso un solo ascenso y lo que es peor que oficiales que salieron de la academia en años posteriores y por lo tanto subordinados, podían convertirse repentinamente en superiores. A la escala media le sucedía algo similar pero en menor grado, al ser una carrera más corta, ya que de dos ascensos seguros se pasaba a uno solo. Pero al oficial de la escala media le quedaba la opción de integrarse, lo que podía permitirle una carrera más larga… si las cosas le iban bien.
El nuevo sistema de ascensos es lo más pernicioso de la ley, especialmente al aplicarse sobre profesionales que ya iniciaron y desarrollaron gran parte de su carrera bajo otras reglas muy diferentes y … mucho más favorables. Lo más prudente habría sido, obviamente, aplicar este sistema a los nuevos oficiales que iban saliendo de las academias con el nuevo sistema de enseñanza, pero una vez más había prisa por aplicar la reforma, y se hizo otra vez entrando a saco en el escalafón. Y fue también uno de los motivos que aumentó los recelos contra la integración ya que ahora la competición por ascender implicaba a oficiales procedentes de distintas escalas.
Pero aún sin tener en cuenta la torpe y precipitada manera de aplicar el nuevo sistema de ascensos, estudiándolo en profundidad y conociendo desde dentro la institución militar, puede afirmarse que se trata de un mal sistema. Un mal sistema, que copia, como casi todo en esta ley, de instituciones civiles, y que es ajena e ignorante de las características propias de la institución militar. Esas características que, conviene insistir, se supone han hecho de las Fuerzas Armadas una institución cuyo mérito y profesionalidad es reconocido por todos, entre otros por aquellos que pretendieron cambiarla radicalmente a pesar de que según ellos mismos era tan eficaz.
¿Por qué el sistema de ascensos es tan malo? Desde un punto de vista civil las reacciones contra la ley de carrera probablemente se han visto como un disgusto de un grupo de profesionales ante la pérdida de derechos adquiridos; incluso de privilegios injustificados para algunos.  Al fin y al cabo en ninguna empresa te garantizan ascenso alguno por muchos años que lleves trabajando, y esto es común también a los funcionarios de la administración. Entonces ¿Por qué los militares tienen que ascender todo el tiempo por derechos de antigüedad?

La respuesta deriva en la propia naturaleza de las Fuerzas Armadas, en la que el ascenso es parte inseparable de la vida militar. A diferencia de otras profesiones lo extraño es no ascender, y ahora además lo dramático. Hay muchas razones para ello, en primer lugar la disciplina, principio básico y sagrado de la organización militar. El militar debe obediencia casi ciega a sus superiores, en un grado mucho mayor que ningún empleado o funcionario, pues en determinados casos, de las decisiones de sus jefes depende su propia vida. El militar reconoce el valor, la profesionalidad de sus jefes pero sobre todo reconoce sus años de servicio. Con una formación similar, el militar reconoce a sus superiores por la antigüedad. No los reconocería por su pericia o por su buen hacer, pues aquello siempre es subjetivo y siempre generará controversia. La disciplina no puede ser asunto controvertido. No puede ocurrir que el que manda sobre otro pueda de repente ser mandado por él, genera desconfianza en el sistema y recelos personales y desde luego socava la disciplina. La antigüedad garantiza que, salvo excepciones, el superior siempre será superior y el inferior siempre inferior. Y ello es aval de disciplina.
Para lograr eficacia en la idoneidad o la profesionalidad de los mandos, está la gestión de los destinos, asignando al más capaz por su trayectoria, carácter, personalidad el mando o el destino de especial responsabilidad. Pero alterar la antigüedad que es, en realidad un reconocimiento al trabajo y un aval de disciplina, pero que no implica en sí mismo la asignación de ningún destino, es un cambio peligroso.
Además la carrera del militar evoluciona con su persona, los cometidos de un sargento o de un capitán no son adecuados a partir de cierta edad pues requieren cierta condición física, otros en cambio requieren sobre todo experiencia. Es decir antigüedad. Pero sobre todo la antigüedad influye en el trato personal y en el reconocimiento profesional. Privarle del ascenso al militar es como degradarle y humillarle profesionalmente. Que otros de menos antigüedad asciendan y se conviertan en superiores es casi vejatorio. Eso no se comprende en el mundo civil pero la milicia funciona de esta manera.
El nuevo sistema de ascensos se aplica también a los suboficiales, lo que daña aún más a la institución. El suboficial, precisamente llevaba reivindicando desde hace mucho tiempo una carrera como la del oficial, es decir una progresión de cometidos, responsabilidades y de prebendas paralelamente a los ascensos en reconocimiento a sus años de servicio. En otras palabras: reivindicaban que los ascensos fueran acompañados de cambios reales en su trato, responsabilidades y privilegios. Con la ley 39/2007 en vez de dar respuesta a sus demandas se les han restringido los ascensos, profundizando más en la herida.
A pesar de esto, sé que aún no he convencido a casi ningún civil de lo desastroso de este sistema. Puede que incluso algún militar cuya carrera está finalizando también lo defienda, pero los argumentos más contundentes vienen ahora. Vamos a suponer que restringir los ascensos y permitir saltos en el escalafón fuese positivo. Vamos a suponer que el nuevo sistema llamado de clasificación y elección fuese bueno. ¿Cómo vamos a hacer la clasificación o elección? ¿Quiénes van a ser los buenos y quienes los menos buenos?
A pesar de las prisas por llevarlo a cabo la ley no indicaba cómo se iba a hacer esto. Para llevarlo a cabo se desarrolló cierta legislación subordinada con rango de orden ministerial e instrucciones de los Jefes de Estado Mayor de los Ejércitos, y se recurrió a lo único fácil y barato que se disponía: los sistemas de informes personales (IPEC), y la trayectoria profesional, frecuentemente azarosa, enormemente heterogénea y divergente y muchas veces al margen de la voluntad del interesado.
Había un pequeño precedente con la ley anterior, la 17/99 que permitía re escalafonar en los ascensos, pero eso sí, dentro de la misma promoción por lo que la antigüedad se respetaba. Sin embargo la denominada reordenación de promociones provocó ya algunos resquemores y quejas. El problema, más que la reordenación, era la forma de hacerlo, que se basaba en los ya mencionados IPEC, recogidos y elevados a dogma, pese a su escasa aceptación y fuertes críticas, para impulsar el nuevo sistema de la ley 39/2007. El sistema nuevo de ascensos se basa en un sistema antiguo y muy desprestigiado por generar enorme rechazo entre los propios militares ya mucho tiempo antes de la ley. Un sistema muy malo, pero que nunca se planteó eliminar porque con el escaso uso que se le daba antes de la ley, poco daño podía hacer.
Los IPEC son informes más o menos anuales en los que el jefe del militar establece su valía. Lo hace sin ningún elemento objetivo, solo por su buen juicio (o no), y se basa en obtener notas numéricas sobre su cualidades personales, profesionales y prestigio. Los conceptos evaluados son altamente difíciles de valorar de forma numérica, aunque el formato actual emplee letras éstas luego se reconvierten en cifras. Dichos conceptos: eficacia, capacidad de expresión, cultura general, trato social se convierten en números que solo tienen valor cuando se comparan con otros. Cada  informante tiene su propio baremo mental y rara vez coinciden dos. En los ejércitos prácticamente todos los militares de carrera son informantes con lo que existen miles de ellos. El baremo oficial establecido por la norma no se cumple jamás porque ningún calificador se fía de lo que no conoce, es decir de lo que escriben los demás. Algunos defensores del sistema argumentan que los informes tienden a converger con el tiempo pero la realidad es que convergen los números por las escasas diferencias numéricas, pero no lo que representan por que en una evaluación normal, por ejemplo de cincuenta militares, si cada uno aporta quince informes sólo coincidirán dos o tres informados como mucho en un calificador, rara vez en dos.
Pues bien, todos esos datos basados en nada objetivo: solo un número en el que se ensalza o se hunde a alguien, se meten en una gran coctelera y se comparan. Se comparan cosas incomparables, por que los calificados ejercen cometidos diferentes, en destinos muy diferentes con responsabilidades dispares y sobre todo valorados por calificadores diferentes. La diferencia entre un calificado y otro suele ser de décimas, por que el miedo genera informes muy altos, lo permite afirmar que el error matemático de la operación de ser calificado por distintos calificadores (baremos) supera con creces el número que pretende reflejar la verdadera intención del calificador. Por tanto es casi una lotería, salvo para casos muy extremos, normalmente por abajo. Pero incluso estos casos pueden reflejar grandes injusticias porque nadie sabe en que se basan. Y como los baremos son tan altos los calificadores no necesitan poner malas notas a nadie para hundirle, basta con ponerle notas cerca de lo normal, lo que nunca podrá demostrarse como negativo. El sistema produce, pese a los cambios que se han hecho, una indefensión absoluta a cualquier calificado. Un militar con informes muy buenos se quedará sin ascender si otros tiene informes buenísimos, hechos eso sí por otros jefes en otros lugares, en otras circunstancias…
Pero a lo errático de los IPEC, se ha añadido algo más, las famosas fórmulas de evaluación. Las fórmulas recogen tres tipos de datos, las notas numéricas de los IPEC, los puntos de la trayectoria personal y el expediente académico en cursos de formación y perfeccionamiento. Salvo el último concepto, todos los demás carecen de la más mínima objetividad.
La trayectoria se basa en comparar el tiempo en unos destinos con otros, es decir si vale más estar en unidades de la fuerza, en enseñanza, en estados mayores, o en órganos de apoyo. Su comparación implica discriminar unos destinos sobre otros lo que puede degradar algunos cometidos muy importantes y muy necesarios pero que nadie querrá ejercer si le va a costar el ascenso. La Armada, por ejemplo, ha optado por intentar que todos puedan acceder a determinados destinos limitando los tiempos, pero tal solución solo sirve, en el mejor de los casos, para igualar a todos, o para terminar de marginar al que más problemas tenga para acceder a los destinos que más puntúan que seguramente será el que peor está clasificado, con lo que entrará en un ciclo. La voluntad del interesado, que es el principio básico para evaluar a alguien, queda al margen, porque ni los destinos, ni las misiones en el exterior ni siquiera los cursos depende muchas veces de ella.
Para acentuar las diferencias entre las notas se ideó la normalización, un concepto matemático que se basa en establecer el 10 en la nota más alta y el cero en la más baja. Sobre este sistema, el Centro de Investigación operativa del Ministerio hizo un estudio matemático en el que demostraba, de forma matemática, y por tanto indiscutible, la enorme aleatoriedad de las fórmulas. Pese a dicho estudio, las fórmulas normalizadas siguen empleándose; al fin y al cabo qué más da que se produzcan resultados aleatorios si las notas ya están basadas sobre todo en errores matemáticos.
La pregunta que siempre se hace cuando no hay argumentos para defender los IPEC es que no es viable otro sistema de evaluación, que sea objetivo y que sirva para los ascensos por clasificación o elección. La verdad es que no lo hay. No lo hay porque seguimos comparando carreras diferentes con méritos diferentes, no necesariamente mejores o peores y valorados en base a distintos criterios. Esto es un argumento más que habla a favor de la antigüedad como criterio básico para los ascensos. Sí que existen sistemas de evaluación fiables, pero no para comparar a profesionales de un mundo tan heterogéneo como el militar con la única finalidad de ponerlos en orden.
Hay sistemas de evaluación eficaces para valorar cualidades profesionales, o mejor dicho méritos adquiridos, ya que las cualidades son siempre inciertas. Estos sistemas permitirían a los ejércitos elegir a su mejor tirador, a su mejor jefe de pieza, a su mejor oficial táctico, a su mejor contramaestre en Elcano, a su mejor ingeniero hidrógrafo, a su mejor piloto de caza o a su mejor profesor de la Academia o Escuela, pero no sirven para poner en una fila a profesionales tan diferentes, aunque les unan sus principios más básicos, esos sobre los que esta ley y otras normas están minando la institución desde hace años.
Esta ley  es además, y conviene decirlo una vez más ahora que estamos en plena crisis económica, un gran despilfarro. Al coste de los inútiles cursos de integración hay que sumar el de los excluidos. Porque aunque la ley no se está aplicando todavía en este sentido, la ley prevé excluir a los profesionales que no asciendan pasándoles a la reserva antes de tiempo o de lo contrario se estancará el escalafón. Esto implica tener una reserva permanente para oficiales y suboficiales aún muy jóvenes porque no ascienden. Tradicionalmente las reservas se han usado como métodos transitorios para ajustar las plantillas, pero esto es una reserva continua. Además está el coste de la carrera de oficial a todos aquellos que no reciban el despacho y que marcharán a la vida civil. Todo un derroche de recursos previsto por la norma, que aunque no se está aplicando en esos términos, conviene recordarlo. Es el recuerdo de una época en que el dinero público no era de nadie y podía gastarse alegremente.
El sistema de ascensos y la integración de escalas, lleva aplicándose desde 2009. Los daños producidos en la moral y motivación de los militares son grandes, aunque como casi todo en el opaco mundo militar difícil de medir. La carrera del militar se ha convertido en un sálvese quien pueda en el que nadie quiere ser “el desgraciado” que no ascienda. Y el que se queda en el camino se queda sin ningún estímulo para trabajar, mientras sigue viendo como es adelantado e infravalorado. Se convierte en un “apestado” que genera desánimo a su alrededor y nadie quiere ser como él. Como la selección no es además fiable, casi nadie se sabe excluido de esa posibilidad. Es posible que incluso la virtud castrense del compañerismo vaya degradándose poco a poco al aparecer los primeros puñales por la espalda. Pero los profesionales que son saltados siguen ocupando destinos y asumiendo responsabilidades. En la mayoría de los casos no se marchan a otro empleo ni se va a la reserva. Hacen lo mismo que antes de aprobarse la ley, pero con mucho menos entusiasmo. Y se nota. Hay que detener este proceso de degradación de la profesión militar o podemos esperar que pasen muchos años y sea mucho más difícil de recuperar lo perdido. Y es que para regular la profesión militar no hay que mirar hacia fuera, sino hacia dentro. Mientras no se comprenda que los profesionales de la milicia, no son funcionarios que cumplen un horario y cobran un sueldo, sino hombres de acero que si es necesario han de combatir, arriesgar su vida, actuar en situaciones límite. Por tanto su moral, su motivación, su vocación son elementos imprescindibles para que el militar esté bien capacitado para su trabajo, más que una titulación o una formación intelectual basada en apreciaciones que no son propias de su profesión.

Publicado en la revista “Militares” nº 101, abril 2014

No hay comentarios:

Publicar un comentario